Son muchas las cuestiones y lagunas asociadas a la realidad vivida con el coronavirus y especialmente de esta nueva cotidianidad en la que estamos insertos. Mientras escribo esto, escucho la radio y me encuentro con uno de los muchos retratos de esta nueva sociedad. Un padre se queja, después de haber realizado la oportuna denuncia en la comisaría, de que su hijo internado en un Instituto Psiquiátrico, se encuentra en una situación de abandono sanitario. Apenas si se esta siguiendo un tratamiento con los internados, ni en su dimensión específica de enfermos mentales, ni en la atención más genérica referida al coronavirus. Este es uno de los muchos hecho que podemos recoger de nuestra vida cotidiana.
Primero fueron los geriátricos y las residencias de mayores, en las que se habían ido contaminando las personas residentes y trabajadoras. Estos Centros se hicieron visibles a la sociedad y el bochorno fue generalizado al verificar el mar trato que estaban recibiendo nuestros mayores. Todos quedamos consternados y perpplejos por su olvido, por quedar relegados o excluidos en la atención sanitaria, priorizando a otras personas que poseían una mayor probabilidad vital. Nos escandalizamos porque morían en la soledad y porque además no podían ser enterrados de manera inmediata y acompañados por sus familiares.Y muchos más detalles escabrosos que podríamos exponer pero que no recogemos porque sentimos vergüenza de nuestra propia sociedad, sintiéndonos indignados con los gestores políticos de estos Centros.
Por si lo anterior fuera poco, pero sin prestar tanta atención como al anterior asunto, también nos sorprendieron las condiciones laborales de las trabajadoras y trabajadores de tales Centros. Una gran parte de esas personas han tenido que desarrollar su actividad sin la protección adecuada y sin apenas prestación sanitaria. Si a esto le añadimos sus condiciones laborales y su propia vida personal, percibimos las circunstancias adversas en las que están inmersos. Con salarios que no llegan a los 1,000€ mensuales, que han de completar con los incentivos que a veces les proporcionan las propias personas residentes, acompañándolas en sus paseos u otras necesidades de diferente índole que nos les facilita el propio Centro. Cuando estas trabajadoras y trabajadores, retornan a sus domicilios, con mucha frecuencia han de compartir vivienda con otras personas, sin contar con la mínima privacidad. ¿Acaso somos conscientes de que nuestros mayores, que las personas ancianas, son tratadas, cuidadas, mimadas y atendidas por estas personas, cuyas condiciones laborales dejan mucho que desear?.
Otro colectivo de nuestra sociedad, aún medio invisible en estos tiempos de coronavirus, son las empleadas del hogar principalmente aquellas que aún no han regularizado su situación en España y la Unión Europea, pero también aquellas que cuentan «con papeles». Las primeras porque no pueden tener su contrato de trabajo u otro estatus laboral sea como autónomas o en cualquier otra regulación laboral. Y las segundas aunque pueden tener tal reconocimiento laboral, sus empleadoras o empleadores no se lo reconocen y, por tanto desarrollan su actividad en un total desamparo. Si tanto unas como la otras, se encuentran desempeñando su actividad como internas, además se ven medio esclavizadas pues se encuentran recluidas en los hogares sin poder disponer de sus días libres. Una buena parte de este numerosisimo colectivo, menos las personas internas, ahora mismo se encuentran en situación de indigencia. Sin ingresos, compartiendo espacios habitacionales sin apenas privacidad y con unas condiciones higiénicas nada favorables, etc, etc….¿Quien piensa en tales personas en estos momentos? ¿Quien reivindica sus derechos, cuando estas personas están sometidas a la ley del silencio?. Y si tienen síntomas del coronavirus, ¿quien mira por su salud, teniendo en cuenta el miedo que sienten de acercase a un hospital, para no ser recluidas en un CITE (Centros de Internamiento de Extranjeros), como paso previo a su expulsión?. Viven en casi total abandono si no fuera por la atención de emergencia que reciben de algunas ONGs.
No mencionamos al colectivo de inmigrantes regularizados y con papeles, que aunque se les reconocen su condición de ciudadanos, sus formas de vida en estos momentos deja mucho que desear y son similares a sus compatriotas «sin papeles». Estos al menos, al contar con un mínimo contrato de trabajo y su correspondiente Seguridad Social, están siendo contemplados en las normativas excepcionales de amparo. que está facilitando el gobierno. No obstante, viven envueltos en una auténtica penria porque sus escuetas prestaciones e ingresos apenas les permitn cubrir sus necesidades vitales. Los hechos hablan por sí mismos y sobran otras palabras y consideraciones en estos momentos. Aquí nos vamos limitando a constatar unas realidades que requerirán, con posterioridad, una reflexión más profunda y un ahondamiento en la propia realidad.
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